La crianza, un cambio de reglas constante: cómo acompañar en cada etapa
Los hijos nacen, son acunados, alimentados cuerpo a cuerpo. Lloran para luego ser capaces de expresar en palabras necesidades, emociones, enojos. Tambalean en sus primeros pasos hasta que pisan firme. Son llevados a la guardería, luego al jardín de infantes; a la escuela primaria. Piden la mano para cruzar la calle, la sueltan al sentirse seguros. Durante la pubertad experimentan la transformación de sus cuerpos; años después son adolescentes que asisten al secundario; veranean con amigos. Eligen qué estudiar, o no. Y se van de casa. ¿Qué hacer frente a esta aventura que supone aceptación y adaptación constante por quienes ejercen funciones maternas y paternas?
“Estas funciones, aunque diferentes, en algo se parecen”, sostiene la psicóloga Susana Awiron, especialista en niñez y adolescencia, miembro de la Asociación Piscoanalítica Argentina (APA). “Lo fundante es la capacidad de contener en las distintas etapas; contactar con la singularidad del hijo –seguro difiere a la imaginada- y poder alejarse o acercarse, de acuerdo a las particularidades de cada momento”.
La primera separación ocurre durante el parto: el hijo, para nacer, debe tener la fuerza suficiente para alejarse del cuerpo en el que se gestó. La madre, al alimentarlo, lo acerca nuevamente y, a la vez, soporta llantos y frustraciones. “Eso permite al bebé -después al nene, luego al joven- encontrar sus propios recursos”, afirma Awiron.
El padre cumple un rol diferente, aunque fundamental, agrega Nora Koremblit de Vinacur, psicoanalista, miembro titular de APA. “En la medida que sea capaz de sostener la díada madre–hijo, y no entre en competencia de roles, ambos comparten una buena crianza desde el inicio. A medida que va creciendo, la madre debe separarse para ayudar a la autonomía del hijo; el padre, o quien ejerza el rol paterno, debe acompañar, ofrecer otras alternativas; paulatinamente, va entrando en escena con un rol más activo”.
Cada momento con su particularidad. El inicio de la primaria, por ejemplo, no sólo reafirma la sociabilidad del niño sino que pone en juego lo intelectual; a veces, genera angustia en padres y madres, preocupa que cumpla ciertas expectativas. “El desafío es ver lo propio y descubrir qué trae cada hijo, entender qué necesita. En general, es más difícil con el primero, con él van confirmando si son buenos padres; con el segundo están más tranquilos”, reflexiona Awiron.
En la pubertad, el cambio corporal implica la aparición de la sexualidad. Momento intenso; padres e hijos se encuentran con un cuerpo desconocido. “A veces, la sexualidad de un hijo lleva a enfrentar la vivencia de la propia sexualidad y crecimiento”, afirma.
La sugerencia para los adultos, durante esta etapa, es ofrecer información gradual, no invasiva; estar abiertos a la escucha que abre al diálogo. “La adolescencia, en cambio, abre nuevos conflictos: los hijos deben atravesar el duelo por su cuerpo y por los padres idealizados durante la infancia”, sostiene Awiron.
¿Qué queda por hacer? La profesional sostiene que quienes ejerzan funciones paternas y maternas enfrentan una tarea difícil: por un lado, es necesario que favorezcan el distanciamiento la rebeldía es necesaria para lograr diferenciarse y conseguir autonomía-, al mismo tiempo, deben poner orden que es otra manera de contener.
Cabe saber si existe una mejor manera de acompañar al adolescente. Así lo entiende Koremblit: “En una buena pareja es conveniente que puedan consensuar antes de conversar con el hijo. Suena a ideal, a veces se puede, otras no; sin embargo, el respeto mutuo es el mejor modelo que los adultos pueden ofrecer”.